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Excursiones a La Sauceda

De ahí pasábamos a la colonia San Juan, un pequeño barrio de casas bien construidas, sin lujos y funcionales, que había inspirado don Juan Navarrete, entonces obispo de Sonora.

En aquella adolescencia a principios de los sesenta, esperábamos la primavera y el verano para salir de excursión y llegar a un sitio insólito en este desierto, un oasis de tranquilidad y frescor: La Sauceda, una laguna pequeña que se formaba con los escurrimientos de la presa Abelardo L. Rodríguez, plena de agua fresca para nadar y juguetear en sus aguas cristalinas.
Muy temprano salíamos del rumbo del Centenario, provistos de una mochila y lo necesario para cocinar lo que atrapáramos: Sartén, sal, aceite, un cuchillo, algún plato y una cuchara de peltre. Llevábamos también unos burritos de frijol o algún lonche de queso. Éste era mi favorito: Mezclábamos queso fresco desmenuzado con chiltepín verde, bien picadito, un poco de cebollín cortado finito y algo de aceite de oliva, si había; rellenábamos un pan Virginia con el amasijo, lo envolvíamos en una servilleta y estábamos listo para la aventura.
Salíamos desde la Catedral, sitio de la reunión con la palomilla y caminábamos por la calle del Carmen hacia el Oriente, hasta llegar a la Capilla de ese nombre; luego nos íbamos por el Sur del Parque Madero hasta La Parcela, que así se llamaba el sitio donde estaba el seminario de Sonora; ahora se encuentra ahí el Instituto Kino. De ahí pasábamos a la colonia San Juan, un pequeño barrio de casas bien construidas, sin lujos y funcionales, que había inspirado don Juan Navarrete, entonces obispo de Sonora. Ahí tenía su casa el padre Hermenegildo Rangel Lugo, un varón sensato y simpático, pleno de humanidad, que nos permitía reunirnos para formar una tropa de scouts.
A su tiempo iba llegando el resto de los excursionistas: Un grupo de buenos y recios amigos, venía de los viejos barrios de Las Pilas y la Matanza que, junto con los del pie del Cerro de la Campana, ahí donde los Larios, formaban el núcleo más inquieto y ocurrente. Otros acudían del rumbo de la Cinco de Mayo y del Centro. Cuando estábamos todos, salíamos hacia el Oriente, cruzábamos un canal para caminar, entre batamotes y mezquites, por el lecho seco del río Sonora. Arribábamos al estanque cuando empezaba a calar el sol.
De inmediato saltábamos a nadar y juguetear por una o dos horas en aquellas aguas transparentes y deliciosas: El estanque se extendía de Este a Oeste, a poco menos de un kilómetro de la cortina de la presa, y tendría unos 30 metros en su parte más ancha. En el lado Norte había árboles, sauces y pirules si mal no recuerdo, que nos brindaban abrigo del solazo estival; al Sur lo limitaba un extenso carrizal que resguardaba la orilla y filtraba y mantenía limpio el humedal. Un poco más allá, había una brecha de terracería y luego estaba la Sierra de Santa Marta, con sus riscos artificiosos producto de la explotación de la cementera, y su caverna oculta entre el breñal, que ofrecía otras aventuras y exigía otra logística.
Después de nadar, los más avezados y pacientes, intentaban pescar alguna de las mojarras que abundaban en aquellas aguas. Con un anzuelo, sedal y una lombriz lograban sacar algún pececito que iba a la sartén de inmediato. Mientras ellos pescaban, el resto dábamos mate a los burritos con frijol o los lonches de queso.
Por las tardes subíamos por las laderas de la sierrita para ver la reserva de agua a nuestra derecha y la ciudad no demasiado lejos, a la izquierda. Después de la escalada, retornábamos para un rápido chapuzón ya emprender el camino de regreso: Marchábamos hacia el sol que se ponía, mientras cantábamos viejas canciones o íbamos contando “charras”, entre carcajadas y “carrilla” de la pandilla.
Eran tiempos buenos, podemos revivirlos: Ahí está todavía el humedal de La Sauceda. Es un recurso natural que se nos legó a la comunidad para conservarlo y usarlo con prudencia y también regocijo. No podemos perderlo.

Ernesto Camou Healy es doctor en Ciencias Sociales, maestro en Antropología Social y licenciado en Filosofía; investigador del CIAD, A.C. de Hermosillo. 
e.camou47@gmail.com

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