Batarete
Ayer, viernes 8 de marzo, se conmemoró el Día Internacional de la Mujer. Demasiado comedimiento para tanta constancia; se celebra a la mitad de la humanidad con poco entusiasmo. Si se tomara con seriedad el festejo, debería ser una fecha en la cual todo el mundo participaría y los varones deberíamos reconocerlas y agradecerles su ser y el ser que nos dieron. Pero la festividad no parece tener tal profundidad ni hondura. Imagínense que ayer todas las damas del mundo hubieran tenido asueto y agasajo; en cada hogar, cada centro de trabajo, cada plaza y cada pueblo, en todas las ciudades, las villas y los caseríos, hubiera sido día de descanso y molicie para ellas. Es mucho el trabajo que desempeñan para que el mundo persista sin aspavientos. Si prescindiéramos de su diligencia por 24 horas, me temo que la sociedad entraría en una parálisis inconmensurable. Por eso el reconocimiento es oficial, internacional y sobre todo discreto: Nada lograríamos sin ellas, siquiera por unas horas. Es una fiesta en tono menor, y no resulta suficiente porque si bien cada mujer es distinta y tiene su propio modo de serlo, sí están asemejadas por la posición en que la historia y la tradición las ha colocado con respecto a los varones: En una patente subordinación social y económica milenaria; y por más que se afanen en el hogar y también en el mercado laboral a la par que los hombres, sigue sucediendo, a veces de modo sutil, en otras ocasiones de forma grosera, que se intente y con frecuencia se logre todavía, relegarlas a una posición secundaria. Ahora bien, su habilidad inagotable contrasta con el trato que se les suele otorgar: En gran parte de las sociedades son precisamente las mujeres quienes llevan la mayor carga en trabajos mal pagados, y en las labores domésticas que no tienen fin. Hasta en las parejas más equilibradas el grueso de la chamba se acumula sobre las señoras. En muchos oficios ellas cargan con las tareas más repetitivas, cansinas, pesadas y menos estimulantes. Es verdad que cada vez hay más mujeres en puestos de responsabilidad; en el campo académico y docente son mayoría, competentes y creativas; aún así los puestos de dirección tienden a ocuparlos los varones. Falta mucho para la igualdad. Pero es en los estamentos más populares y menos reconocidos donde más se las rebaja: Entre los grupos laborales más desposeídos y explotados en México, se encuentran los jornaleros y jornaleras migrantes. Una ocupación que se incrementó en proporción directa a la imposición de las políticas neoliberales que sufrimos desde hace tres décadas por lo menos y que exacerbó la inequidad y la polarización en nuestro País. El hostigamiento económico y social al campesinado que se agudizó desde tiempos de Miguel de la Madrid se tradujo en el abandono de tierras y milpas por todo el País, y la constitución de un ejército de trabajadores, hombres, mujeres y niños, que transitan entre zonas agrícolas por todo el territorio, trabajando unas semanas en una entidad, y otras en la vecina, y luego más allá. Con salarios exiguos y pocos días de trabajo por localidad, viven en el desplazamiento, con nulos o muy escasos servicios de vivienda, atención a la salud o educación para los hijos. Lo más normal es que reciban menor paga que los varones; y con frecuencia necesitan organizarse y afanarse como grupo doméstico y familiar, niños, madres y abuelas, para lograr un jornal un poco más remunerativo. Están desprotegidas, a merced de los reclutadores y los cuadrilleros: Les pagan poco, las hostigan, a veces las atacan sexualmente. Muchas acompañan a sus hombres; otras viajan en parvada, madres, abuelas y críos que cosechan verdura o fruta, limpian y podan, viven en el camino, nuevas gitanas que dejaron su identidad en el terruño y se tornan un número, una estadística, desprotegidas y desechables. Tenemos una deuda con ellas... con todas.
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