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Batarete

La semana pasada falleció en Hermosillo, unas semanas antes de ajustar los 101 años, el arquitecto Gustavo Aguilar Beltrán, un personaje al que tenemos mucho que agradecer: Fue un incansable constructor de escuelas, diseñó gran parte de la imagen urbana de Hermosillo, fue un gran defensor de la Sierra y el desierto, un incansable marino en el Mar de Cortés, un ejemplar servidor público y un modelo de bonhomía y honestidad. En 2011 y en complicidad con Carlos Moncada nos entregó un libro de memorias El Arquitecto, que no tiene desperdicio. En él me baso para este vistazo a su vida, rica y cumplida... Él recorrió Sonora, desde el desierto hasta la Sierra, cuando no había caminos y los ríos pasaban en minutos, de lechos arenosos a crecientes espectaculares que impedían el paso por horas o días. Alguna vez, dice, cruzó un río caudaloso agarrado a la cola de un caballo que montaba un vaquero casi tan osado como él. Del otro lado se ocupó en adelantar el trabajo que lo había llevado hasta ahí. Nació en Torreón y estudió en la Ciudad de México; recién salido de la facultad se presentó, en 1943, con el General Rodríguez, gobernador de Sonora que le encomendó la construcción de una escuela frente al internado Cruz Gálvez, y que “lo hiciera sin pérdida de tiempo. Con esa advertencia -decía- me puse a trazar los planos de inmediato. Al tercer día empecé la obra”. Muy pronto fue obvio, para quienes administraron Sonora durante la segunda mitad del siglo 20, que en él contaban con un eficiente profesional, siempre claridoso y capaz de corregir al jefe en turno, fuera Gobernador o alcalde, con su opinión profesional bien cimentada: Un garbanzo de a libra; y, probablemente, una piedra en el zapato para algunos... En alguna de esas noches estrelladas del Mar de Cortés la conversación con el arquitecto resultaba una delicia: Su capacidad de asombrarse con la bóveda celeste, las constelaciones y los planetas era contagiosa, y su plática erudita pasaba con facilidad de las Pléyades o la nebulosa de Orión a la vida marina que nos circundaba. De ahí podía saltar a los recuerdos de su padre y tíos que apoyaron a Francisco I. Madero o cabalgaron con Francisco Villa. La diligencia del arquitecto plasmó, en sólo cuatro años, en 186 escuelas edificadas y 156 modernizadas. En los años cincuenta, don Gustavo aceptó ser jefe de zona del Comité Administrador del Programa para Construcción de Escuelas (Capfce) cargo en el que duró cinco lustros, y luego fue Delegado de la Secretaría de Educación Pública, donde estuvo once años sirviendo a la comunidad. En ese cargo el arquitecto nos dio una lección de civilidad válida para muchos. Decía: “Puse en práctica dos reglas para dar el servicio óptimo. La primera era que recibiría a quien lo solicitara aun sin cita previa; la segunda, no hacer esperar a nadie sin motivo. Iban a venir dos tipos de personas: Las que me plantearían asuntos a los que diría sí, y aquellas a quienes diría no. Las primeras se irían satisfechas, pero las segundas, aunque el no sonara cortés, se marcharían contrariadas. ¿Para qué agregarles el disgusto de haber esperado una o dos horas?” Resulta interesante su congruencia hasta para elegir formas de descansar: “Hay que trabajar mucho y también hay que saber descansar: Relajarse, convivir con la familia y los amigos, y, sobre todo, hacer un deporte en contacto con la naturaleza, que lo divierta y también que lo fortifique”. Impresiona la sencillez con la que afirmó que “alguna vez uno de mis maestros me dijo que trabajar con honradez era la mejor manera de vivir, y que ser honrado en México era un buen negocio. Me dio gusto porque en casa de mis padres así me educaron... haber seguido este consejo me permitió colaborar con diez gobernadores sucesivos”. Y todos los respetaron, habría que añadir...

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