Día de Muertos
En Sonora, y buena parte del Norte, los altares y el pan de muerto son relativamente recientes, pero se van adaptando, y adoptando, con buen ánimo y voluntad.
Hoy es la fiesta cristiana de los Santos Difuntos, Día de Muertos para las mayorías en México. En muchas casas del Centro y Sur del País se colocaron los altares de muertos, con papel picado, muchas flores, calaveras de azúcar, fotos de los ancestros fallecidos y platillos distintos. No faltan los tamales, el inevitable pan de muerto, los atoles, las cañas, las semillas de cacao en algunos sitios, una botella de aguardiente o mezcal.
Esta costumbre resulta similar por casi toda la República. En Sonora, y buena parte del Norte, los altares y el pan de muerto son relativamente recientes, pero se van adaptando, y adoptando, con buen ánimo y voluntad. No es aún una tradición añeja, aunque desde siempre la conmemoración de los difuntos incluía la visita al cementerio, limpiar las tumbas, colocar flores y departir unos momentos en el entorno de la sepultura.
En otras partes de México la ceremonia es mucho más elaborada, sobre todo en las comunidades indígenas o campesinas. La fiesta es parte del ciclo anual que incluye la siembra y cosecha del maíz, frijol, calabaza y otros, y sucede exactamente después de la pizca, cuando ya saben, en los pueblos y villas, si hubo buena producción, y hay razón suficiente para celebrar.
En el pequeño pueblito de Coaxusco, al límite de Capulhuac de Mirafuentes, en el Valle de Toluca, desde el día anterior iban las señoras a limpiar las tumbas, a desyerbar el cementerio y dejar flores para el día posterior. El mero día las familias se trasladaban al camposanto, situado en una ladera al Noroeste de la comunidad. Ahí se sentaban junto a las sepulturas, ponían más flores y se dedicaban a platicar, tomar pulque y comer quesadillas de flor de calabaza, de queso, de papa con chorizo, frijoles o huitlacoche. En alguna tumba había música de la que disfrutaba el muertito, que tocaban en una reproductora de casetes y les recordaba las fiestas en las que su antepasado saboreaba la vida.
En las comunidades indígenas del Norte de Veracruz lo que se oía eran sones huastecos, y desde días atrás se habían atareado para adornar el altar, que ahí colgaban de una viga del techo, para preparar tamales, de puerco y pollo, para recibir a los difuntos, y a los vivos que los consumían al día siguiente, cuando ya las viandas habían perdido el aroma, señal inequívoca de que los parientes del otro lado, los habían gozado.
La noche anterior los pueblos brillaban con luminarias o veladoras que se habían colocado a los lados de las veredas para guiar a las almas que regresaban. Si uno visitaba a las familias el mero día de muertos, sabía que iba a comer tamales, tomar aguardiente y escuchar buenos sones. Todos estaban dispuestos a compartir sus recuerdos con el antropólogo que llevaba meses dando vueltas por comunidades y poblados, y provocar que se tomara una penúltima copa del trago que gustaba al fallecido.
En la península de Yucatán se celebran los muertos con un banquete peculiar: En los altares se colocan las semillas y frutas de la región, fotos de los difuntos, flores, trago, cacao, caña en trozos y uno o dos platillos regionales que gustaban a los desaparecidos. Pero nunca falta el mucbipollo, que es un tamal, casi una cazuelita hecha con masa de maíz mezclada con achiote, y pollo cocido en caldo del mismo achiote, con tomates, cebollas y epazote al menos. Los tamales son grandes y se forman a mano, se les rellena con varias piezas de pollo, se tapan con masa, se envuelven en la hoja de plátano y se colocan a hornear enterrados durante varias horas. Resultan deliciosos y una manera espléndida de recordar a los fallecidos; y de fortalecer los lazos familiares, además, ya que todos participan en la confección del “pib”, y todos lo comen al día siguiente, en una tertulia nostálgica y esperanzadora...
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